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Miguel y Guadalupe, un amor maternal que va más allá de Las Heras

Miguel Venturini se fue de nuestra ciudad allá por 1982 hacia Estados Unidos a buscar suerte. Estuvo siete años sin volver y, luego, lo hizo en cada cumpleaños de su mamá. Una historia de despedidas, llantos y sonrisas.

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Las hojas amarillentas y con tintes marrones vuelan por el cielo de Las Heras. Otras permanecen a la espera de que la primera ráfaga venidera se las lleve a dar un paseo por el aire para aterrizar quién sabe dónde. Mientras tanto un avión aterriza en el aeropuerto, no por un golpe de viento sino por su propio impulso, con origen y destino previsto.

El otoño quita vida en los árboles, pero ilustra cinematográficamente cualquier paisaje a piacere y, al mismo tiempo, le dibuja una sonrisa plena a Guadalupe llenándola de vida: es la estación donde su hijo llega desde Virginia, Estados Unidos. Un año sin verse, pero con el amor intacto y el deseo de que se vuelvan a juntar en su departamento sus dos hijos.

Miguel Venturini es frecuente de Las Heras una vez al año. A veces lo hace más tiempo, en otras el lapso es menor. Sin embargo, en el cumpleaños de su mamá siempre dice presente. El vínculo maternal va más allá de los kilómetros de distancia entre nuestra ciudad y Manassas, en Virginia. Mientras que, Atilio, su hermano, también añoraba su llegada para compartir almuerzos, cenas y juntadas con familiares y amigos de la infancia.

La historia de Miguel era una más de las cotidianas. Hasta que se le presentó la oportunidad de buscar suerte en el país del norte donde dos cuñadas vivían. Entonces, luego de tener la visa que lo habilitaba a viajar, junto a su señora Juana Elvira de Marcos Paz y su hijo con cuatro años emprendió viaje.

“En al año 82 me fui para allá. La vida al principio no fue tan fácil. Hasta que después de un año pude acostumbrarme, comencé a trabajar en el concreto (construcción) y jugaba soccer (fútbol). Ahí cambió mi vida”, relata Miguel, mientras Guadalupe se hace cargo del mate y Atilio escucha con atención. Al mismo tiempo aclara: “Ahora estoy jubilado, cuido mis seis nietos y después de repartir volantes en Washington DC, a una hora y media de casa, me dedico a trabajar por mi cuenta”.

Los primeros días en Virginia no fueron nada sencillos por la falta de idioma pero, sobre todo, por haber dejado a toda su familia en General Las Heras. Las oportunidades de un empleo no aparecían hasta que en un momento, y por prestar una parrilla, su vecino lo sumó a las tareas de construcción. A partir de ahí los planetas comenzaron a alinearse y las puertas hacia nuevos destinos se abrieron: formar parte de un equipo de fútbol de una colonia portuguesa. Esto hizo que se incrementen los ingresos y un estilo de vida más placentero.

Actualmente tiene dos hijos, un varón y una mujer, quienes lo hicieron abuelo de seis nietos. Y aprovecha cada año en la misma fecha para venir a visitar a su mamá. “Siempre vengo en esta época, no hay sacrificio que valga para venir a ver a mi madre. Lo es todo para mí”, cuenta Miguel, con los ojos brillando como en cada ocasión que se reencuentra con Guadalupe.

En este viaje el menor de los hermanos Venturini llegó unos días antes de lo esperado porque tiene una cita en Chaco con un amigo que le dejó la colimba, pero no será el único destino: también irá a Córdoba junto a él para reunirse con la clase 50. Mientras que tendrá el placer de conocer las cataratas.

No siempre Miguel tuvo que venir a Las Heras, sino que recibió las visitas de Guadalupe y Atilio, quien en oportunidades colaboró en las tareas laborales recordando los viejos tiempos cuando compartían trabajo en SEGBA.

Las anécdotas de las andanzas de Miguel y Atilio iban al compás de los mates de Guadalupe y alguna que otra galletita. Sentados en el living y ante las decoraciones de fotos de diferentes momentos de la vida de los Venturini colgadas en la pared, el mayor de los hermanos recuerda el momento más duro: “Cuando lo fuimos a despedir al aeropuerto fuimos todos. Ahí fue la primera vez que vi llorar a mi padre. Tengo la imagen del abrazo que le daba al hijo de Miguel y es algo que recuerdo siempre porque le tenía mucho amor”, confiesa Atilio con algo de nostalgia.

Los siete años que pasaron desde la partida de Miguel hasta su primer regreso a la Argentina se comunicaban por teléfono y se hacía en reuniones familiares porque no todos tenían el privilegio de poseer el artefacto. Por eso, el reencuentro fue muy esperado. “El tiempo sin vernos tuvo como consecuencia que nos fundiéramos en un abrazo interminable. Lloramos todos”, reconocen sus familiares.

La entereza de Guadalupe se compara con aquel saquito de té que parece muy frágil, pero al sumergirse en el agua caliente resiste sin problemas al esperar cada año para poder ver a su hijo. Atilio, el mayor, siempre la visita por las tardes para que no sienta la soledad. Mientras que Miguel, desde Manassas, la extraña siempre un poco más. Aunque el amor entre madre e hijo parece no tener fin a pesar de la distancia.